martes, 28 de septiembre de 2010

Plan para escapar de Lexema


Marquetti entra al departamento, enciende las luces, abre las ventanas, deja el portafolio sobre la mesa del living. Enciende la cafetera, saca del portafolio un cd que introduce en el reproductor. Sirve café en la tasa, se sienta en un sillón frente a la pantalla, bebe la infusión humeante de a sorbos. Dirige el control remoto, aprieta el botón de encendido y se siente a salvo.
En la pantalla aparece un hombre de cuarenta años, sentado en un taburete dentro de una habitación vacía. El hombre levanta el rostro, la mirada está certeramente destinada a los ojos de Marquetti, apoya sus manos sobre la rodilla, apunta con mayor seguridad sus pupilas sobre la mirada desafiante de Marquetti.
El hombre comienza a hablar. Su voz grave y precisa estremece a Marquetti, quien permanece inmóvil y callado observando la pantalla, mientras el sillón blanco lo envuelve y se siente lejos de todo.
Marquetti piensa que lo mejor sería apagar el reproductor. Sin embargo, algo oculto lo espanta, y ese espanto le aconseja que escuche, aunque sea una sola vez en su vida, que escuche. Marquetti escucha con atención.
“Hoy nos dieron dulce de membrillo, papás hervidas y pan. Hace días se llevaron a Severio de su celda. Los tiempos y las determinaciones en Lexema son inexplicables. Las acciones de justificación y abuso se transforman en algo impersonal, por eso es imposible encontrar un culpable. Lexema limpia y blanquea todo. El poder protege al poder.
Severio me confesó que desde hacía tiempo no podía seguir las pautas impuestas por el sistema arbitrario de Lexema. Su último texto había sido presentado ante el veedor cinco meses atrás. Según las palabras de Severio con los treinta cuentos ya estaba hecho, y por lo demás, sabía que la determinación de no cumplir con la cantidad de trabajo exigido lo llevaba indeclinablemente a la muerte.
Todos los que estamos detenidos detrás de estas murallas jamás perdemos el optimismo pero algunos llegan a convencerse sobre la inexistencia de temas nuevos. La inventiva es algo que termina por agotarse porque las cosas que suceden dentro de esta fortaleza tienen la intención de exterminar los juegos de la imaginación.
Comencé a escribir algunas líneas sobre la necesidad de construir una realidad alternativa completamente opuesta a las circunstancias que soportábamos. Apareció la certeza de prever una acción que pudiera liberarnos. Para hacer posible el cambio debíamos comprender que ningún movimiento se origina de la nada, sino que necesita planificación.
Aunque los nombres estén tapados, Lexema tiene propietarios, hombres que conocen bien el negocio. El poder muta para reinstalarse. Ellos saben que necesitan apropiarse de las palabras con la finalidad instaurar estructuras huecas.
El mismo día que llegamos, mientras bajábamos de los camiones, dijeron que no se tendrían en cuenta: biografías, cartas, cuentos, obras de teatro, poesías, novelas. La producción tenía que contemplar textos sueltos sobre temas estipulados por las autoridades. Los ranking de ventas eran los indicadores de los temas a abordar.
Nos revisaron en una larga fila. Luego, entregaron la ropa y los zapatos sin cordones mientras los veedores leían el reglamento con una sonrisa diabólica en sus rostros encerados.
Los veedores se hacen llamar “escritores de la nueva ola”, pero en realidad, estos hombres inescrupulosos no construyen absolutamente nada sino que firman con sus nombres los textos de los que estamos detenidos en Lexema.
Al lado de mi celda estaba Severio, y en la del otro lado: Echeverri. Las celdas son lugares vacíos y frívolos donde no hay ventanas, únicamente una puerta con una pequeña mirilla que da a los corredores.
Cuando nos dieron el dulce de membrillo los ojos de Echeverri se llenaron de lágrimas, sus escuálidas manos tomaban los trozos de comida como si fueran dos arañas, sus delgados brazos asomaban del uniforme y los ojos negros sobresalían de la delgadez de su rostro. Los ojos de Echeverri me miraban silenciosos, aprisionados en un deseo que no se relacionaba con la luminosa porción de dulce.
Estaba prohibido hablar en el comedor y en los pasillos. Tampoco se podía repetir la ración de alimento. Estaba terminantemente prohibido: percibir, fumar, imaginar, escupir, beber, pensar, y así se colmaban páginas con las prohibiciones que el reglamento enumeraba fríamente.
(El hombre levanta la vista hacia la cámara).
Si esta grabación está en sus manos es porque el plan para escapar de Lexema ha funcionado, sin embargo, las cosas no salieron de la manera en que fueron tramadas.
Una vez más, usted, Marquetti, no podrá comprender la situación, precisamente porque su mente ha sido formada para que funcione como un autómata. Lamento decirle que no tiene retorno, no tiene salvación.
Les explicaré ciertos detalles para los que están ajenos a este mundo. Es imposible que los objetos ingresen o salgan de los pabellones. El sistema de seguridad no es complejo pero por su disposición semicircular la vigilancia es permanente. El modelo panóptico puesto en escena. Los pasillos y las celdas constan de un circuito de cámaras cerradas. Los guardias vigilan cada detalle desde los puestos de vigilancia. Las puertas responden a un sistema de huellas digitales. Muchos guardias sufrieron amputaciones.
Quiero decirle que la intención de este video no es repetir lo que usted ya conoce sino develar lo que para muchos está oculto. Los que miren esta filmación comprenderán que hay demasiadas cosas que ocurren al mismo tiempo y en los mismos lugares. Después de este testimonio sabrán que la verdad y la hipocresía están subsumidas a las tiranías del poder.
Se llevaron a Severio. Registraron cada centímetro de su celda, difícilmente encontrarían algo, más bien formaba parte de un procedimiento coercitivo para intimidarnos.
Desde la celda de Echeverri llegaba el sonido de su respiración profunda y agitada. Y luego, un silencio negro y espeso como el petróleo.
Al día siguiente, las pocas pertenencias de Severio formaban un pequeño montículo en el pasillo: sus lentes apoyados sobre la manta de invierno, la manta enroscada en el suelo, sus camisas descoloridas debajo de la manta. Echeverri aseguró que Severio estaba vivo. Ella fue una experta en afirmar la inmortalidad de Severio, después comprendí que era la estrategia para que yo no abandonara el plan y la endereza que necesitábamos para continuar en este infierno.
Los días pasaron, tanto Echeverri como yo caímos en una especie de hartazgo, una desesperación que corría por la médula. Nos agitaba una mortal forma de sentir la injusticia, de caer en la cuenta que ya no podíamos soportarlo, que preferíamos estar muertos a tener que obedecer las órdenes y los castigos de este infame lugar.
En las noches me asomo desesperado a la celda de Echeverri, aprovecho a presentarle todo mi descargo de desaliento que aumenta cuando la imagen de Severio viene a la mente. Ella levanta una baldosa con esas puntas mugrientas y arácnidas de sus dedos para esconder un papel cincelado con su letra y luego, vuelve a guardar todo mecánicamente, como si eso se hubiera transformado en parte de la cotidianidad. Pero cuando Echeverri hace esto, jamás me mira, simplemente escribe sin intermisión su novela la “Era Oscura”.
Siempre me preocupaba por Echeverri. Una vez más, el tema de la semana impuesto por los veedores no había engordado ni siquiera dos carillas. En repetidas circunstancias presenté escritos con su nombre para que su vida no corriera peligro.
Echeverri, al igual que todos, no quiere morir pero descubrí que cuando llora sobre la máquina no lo hace por miedo sino porque está cansada de traicionarse.
(El hombre de la cámara se pone de pie, acerca el banco a la cámara y vuelve a sentarse).
El reglamento contempla la muerte en caso de que la producción no alcance las cifras estipuladas. En el artículo 21 del apartado “Represalias sobre el incumplimiento”, dice que el rebelde será condenado a una marca invisible para los otros pero que lo dejará fuera de cualquier sistema de pensamiento creativo-reflexivo para el resto de su vida. Sin embargo, para muchos profesionales que han llevado adelante trabajos de investigación en Lexema ese estado sería propicio para aumentar la producción y rematar libros que cumplan perfectamente con los objetivos de la demanda.
En la noche desapareció Severio: encontraron su cuerpo colgado del tubo de luz de la cocina en uno de los pabellones. Las cosas suceden rápidamente en Lexema. Dicen que intentó escapar esa misma noche en que lo llevaron, pero yo sé que Severio no era un tipo que pudiera sentirse acorralado para tomar semejante decisión. En otros pasillos comentaron que Severio habría guardado treinta cuentos adentro de unos quince pollos congelados.
(El hombre de la filmación enciende un cigarrillo y deja de mirar a la cámara).
Hace un mes habíamos comenzado a planificar un posible escape. Severio se encargó de diagramar la fuga que llevaríamos a través de los túneles, para ello consiguió planos de los acueductos. Echeverri y yo apuntamos la disposición de los guardias, las cámaras y las torres de vigilancia.
El plan terminó siendo la razón principal que nos mantenía con ánimo. Durante los días de rendición entregábamos puros garabatos, historias con argumentos insostenibles, hojas que llenábamos sin el menor interés pero que parecían distraer a los veedores.
Ninguno de los tres dormía. Nos quedábamos en nuestras celdas haciendo observaciones sobre el plan. Cada uno escribía su parte en la clandestina oscuridad de la cama, cada uno de nosotros iba comprendiendo que, a lo mejor, esa porción de libertad podía costarnos la vida.
Los guardias hacen la ronda, iluminan los rostros con la linterna, pero si se está produciendo continúan el recorrido, anota Echeverri. El problema siempre fue el veedor. Un hombre de traje inmaculado que aparece en forma sorpresiva para confiscar los escritos, y luego evaluar si los mismos están en condiciones de pasar la prueba.
El veedor es un escritor entrenado por el sistema de Lexema. Una suerte de paramilitar disfrazado de intelectual moderno que fingidamente se preocupa por el devenir artístico y cultural. En algunos casos, el veedor se queda con cierto material que considera interesante para ponerlo a su nombre y publicarlo en las grandes imprentas de Lexema con el fin de presentar el libro en un lujoso salón y llevarse algunas palmaditas de las Secretarías de Cultura. Los veedores son los únicos que pueden escribir y editar lo que quieran, claro que es imposible que sus intereses no coincidan o realcen los estratagemas de Lexema.
Echeverri piensa que Severio no se quitó la vida, que estos hijos de mil que manejan Lexema lo indujeron.
Escribí un libro de poemas para Echeverri. Ella se reía al leerlos, los escondía dentro de su ropa, lloraba sobre ellos, hasta que un día de furia terminó masticando el papel y la tinta le tiñó la lengua de negro. Prácticamente Echeverri se ha alimentado de papel porque está convencida de que en la comida agregan una sustancia capaz de apagar lentamente la imaginación.
Hace dieciséis noches que en Lexema mataron a Severio. Parece que hay que olvidarse de esas cosas, hay que cerrar la boca. Los hombres de Lexema obligaron a Severio a comer vidrio molido, después, lo colgaron con un cable alrededor del cuello a la lámpara del baño.
Hoy, cuando terminamos de comer el último bocado de dulce membrillo, los ojos de Echeverri parecían haber recobrado esa curiosidad con la que solía mirar, parecía extraño verla comer nuevamente la ración de alimento. Salimos los dos al patio, un recreo de quince minutos para volver al encierro de las celdas. Echeverri con la voz débil pero firme me dijo que ya no se trataba de concretar el plan para escapar sino de recuperar los treinta cuentos de Severio. Echeverri se agitaba cuando decía que esos cuentos terminarían en el triturador por no corresponder a los temas dispuestos en el sorteo semanal y no cumplir con los principios impuestos en el apartado: “pautas que debe plasmar el trabajo escrito”, del Código de Lexema.
Le dije que haríamos lo imposible por recuperar los escritos de Severio. Desde el otro extremo del patio cuatro guardias se lanzaron sobre nosotros. Repartí un puñetazo mientras trataba de sacármelos de encima. Echeverri gritaba y se arrojaba al piso, daba patadas al aire, clavó la vista en mis ojos pero jamás supe que quería decirme.
Me dejaron en el pozo para que perdiera el sentido del tiempo. Fui sintiéndome débil y enfermo. Pensé en Echeverri. Recordé su mirada de aquéllas noches en las que conspirábamos contra Lexema, sus ojos nítidos que volvían a encenderse, el deseo febril de mostrar que la única posibilidad de destruir la frivolidad del sistema era a través de la pasión.
Dentro y fuera de esta caja de espejos, la literatura ha dejado de existir como arte, pensaba. Lo volvía a ver a Severio en su esfuerzo cotidiano por alcanzar la verdad.
Lo único que pude hacer en el pozo fue repasar el pasado. Recordar las palabras de Severio: “Se está de una vereda o de la otra, se lucha por la independencia o se está del lado del dominador. La historia de la humanidad es una lucha constante de valores e ideales; algunos abogan por su sublimación; otros, por su sometimiento o extinción. La decadencia es no querer ver qué es lo que destruye la equidad, los sueños, la independencia, no querer ver al enemigo. Pero siempre existirá esa fuerza antagónica disfrazada, intentando confundir, haciendo el enmascaramiento. El poder nos dice que las ideologías han muerto, que son una antigüedad y están pasadas de moda. El que habla es el poder. El se ha hecho dueño de nuestras palabras, de nuestros deseos, de nuestras angustias. Esta vez, el dominador compra los disfraces que le conviene pero el fin de ellos es el principio de nuestra lucha.”
Todos aplaudíamos. Severio dejaba la toalla y se ponía los lentes para poner un punto a su discurso. Después llegaban los guardias, sacaban los bastones y repartían los golpes.
No supe que día me sacaron del pozo. En la confusión el sol encandiló mi vista. Las llaves de la ducha se abrieron, el agua helada comenzó a caerme encima. La voz del veedor retumbó en el baño. Un charco comenzó a formarse alrededor de mi cuerpo. El veedor daba órdenes. Solamente atiné a preguntarle por Echeverri, y me respondió que estaba muerta.
Con una furia incomprensible me arrojó gran cantidad de hojas a la cara. Intenté mirar aquellas que habían caído junto a mi mano, y entre varios escritos descubrí algunos poemas que le había dedicado a Echeverri.
Uno de los guardias salió de atrás de las paredes de las duchas, arrastraba el cuerpo desnudo y ensangrentado de Echeverri. Lo único que quería vislumbrar era su respiración. El veedor dio instrucciones para que la llevaran a la enfermería. Echeverri aún respiraba.
Ese mismo día me llevaron a la celda, dieciséis noches después de la muerte de Severio, ocho noches después de que el veedor mandara a los guardias al patio para que se llevaran a Echeverri. Acostado en la cama, deshecho por la pesquisa, en ese callamiento que se hace irrespirable porque siempre alguien o algo está muriendo dentro de los límites de Lexema. En esa división confusa de sueño y dolor aparecieron los ojos de Echeverri como dos escarabajos lustrosos y profundos. Dos escarabajos que desesperadamente buscaban la luz.
(El hombre se queda callado, vuelve a mirar la lente).

En la noche siguiente descenderé a los túneles, atravesaré el patio por los desagües, iré temblando con el agua aceitosa hasta las rodillas.  Tendré que estar atento, siguiendo el recorrido de la pared del lado izquierdo. Avanzaré sin luz, palparé los muros hasta llegar al próximo túnel y después, descubriré la luz de la luna entrando por la alcantarilla. Ésa luz señalará la salida que había dibujado Severio. La salida sobre la que sonreía Echeverri. Seguiré rápido sin mirar hacia atrás. Volverán a mi mente los recuerdos de la gestación del plan. Echeverri riendo, Severio enojado y yo tramando la libertad.
Está filmación es lo único que queda de esta última hora en Lexema, dentro de un rato saldremos con Echeverri por los túneles. Ya nadie podrá mentirnos sobre lo que tantos han creído. En un instante, caminaremos cansados y heridos por los acueductos. Echeverri se sentirá enferma y yo trataré de ayudarla. Ella volverá a mirarme con esos ojos de escarabajos a punto de volar, y me dirá que el veedor se llevó los escritos de Severio, y yo sacaré una pequeña bolsa aplastada contra mi pecho con esos treinta cuentos.”

(De repente se escucha un golpe estrepitoso. El hombre sale del enfoque de la cámara. La filmación se detiene).
Marquetti apaga la pantalla y deja la taza sobre la mesa. Mira por la ventana. Golpean. Entreabre la puerta sin quitar la traba. Alguien forcejea, intenta ingresar violentamente a la casa. Marquetti cae al piso, está asustado, tiembla, tiene miedo. El mismo hombre que estaba en el video entra por la fuerza: levanta el arma y dispara tres tiros sobre el pecho engreído de Marquetti. Deja sobre el cuerpo unos papeles que comienzan a absorber la sangre. Uno de esos papeles está encabezado con el mismo título que tiene este cuento y probablemente narre la misma historia. El hombre mira la firma de Severio junto al título y siente que puede irse.

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